Reflexiones en los 40+1: el eco de un grito
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En esta fecha, el año pasado cumplí 40.
No escribí nada en esa ocasión. No es que haya estado deprimido o en algún tipo de crisis de media vida (aunque la negación podría ser un síntoma de dicha crisis). Más bien estaba focalizado en el emprendimiento que iniciamos con mi esposa, Daniela Pajarito. Me refiero a nuestra editorial Trazos de Aves. En ese entonces estábamos finalizando la edición de nuestras primeras obras. Al mismo tiempo, todavía estaba (y aún sigo) interpretando qué significa para mí el haber recibido mi diagnóstico de autismo. Y a eso se suma que estaba en mi primer semestre como nuevo profesor en el Departamento de Ciencias de la Computación de la Universidad de Chile, mi alma mater.
Así que, en realidad, cumplir 40 fue lo menos especial del 2023.
Pero hoy cumplo 40+1 y creo que es hora de reflexionar, a pesar de que todo lo que mencioné sobre el año pasado se mantiene con la misma intensidad: nos ha ido bien con la editorial, puesto que estamos editando los libros que serán publicados el próximo año; este año hice clases en cuatro cursos, ¡y ya he graduado a estudiantes! Me hace muy feliz poder contribuir al crecimiento de otras personas. Para eso volví a la U y para eso me quedaré por, espero, muchísimos años más. También nos visitaron amigues desde Estados Unidos y fuimos a Barcelona por una estadía de investigación.
Entonces, ¿para qué escribir esto? Al fin y al cabo, si solo quiero decir que estoy feliz, mejor publico una foto en el mejor lugar para lucir la felicidad, Instagram. Quizás lo haga, de hecho, aunque es posible que nadie me responda. Eso sí tiene relación con lo que quiero contar, y con el título de este post.
El título hace referencia a una historia que tiene casi 25 años, de cuando estudiaba en el Liceo Lastarria. Este liceo es una escuela tradicional de Santiago, uno de los llamados liceos emblemáticos, donde solo estudiaban hombres, y donde lo que ahora se conoce como bullying era parte de todos los días. Me atrevo a decir que el bullying era parte clave de las relaciones entre hombres en la escuela, ya que definía los grupos de amigos y las relaciones jerárquicas entre nosotros. Ciertamente algunos eran más molestos que otros.
Había excepciones: no todos tenían un grupo al que pertenecer. Una de ellas era Sebastián, un chico retraído al que le gustaban las matemáticas, la estrategia del fútbol y el Islam. Esto último definió su apodo: el musulmán. Era un interés que sus compañeros no entendíamos, puesto que su familia era católica (o eso creíamos). El fútbol le abría puertas que lo salvaban del acoso en ocasiones, porque solía ser el director técnico del curso en las pichangas de los recreos o en cualquier tipo de competencia donde estuviésemos presentes.
En ese contexto, una de las maneras de evidenciar la jerarquía (y, por tanto, el poder) es la cantidad de amigos que tiene cada persona. Por eso, a chicos como Sebastián se les solía enrostrar que no tenían amigos. Sebastián, que era mucho más pragmático que el resto, en un día que lo estaban acosando, con un grupo a su alrededor burlándose porque no tenía amigos, empujó al círculo de niños que lo manoteaba y les gritó: yo no soy amigo de nadie.
En ese momento todos quedamos en silencio, perplejos por la profundidad de su voz rasposa.
Y luego, todos reímos. En ese entonces no teníamos memes, al menos bajo ese nombre, aunque ciertamente el grito se convirtió en otra de las leyendas vocales que se solían repetir en los recreos. A veces le gritaban a él yo no soy amigo de nadie como respuesta a algo, otras veces, se decía como parte de un lenguaje común, como una manera de dar por zanjado un asunto que quizás no tenía nada que ver con Sebastián, incluso cuando él no estaba presente. El grito (siempre se decía gritando, o simulando gritar) había adquirido un significado propio, inspirado en como Sebastián ganó su discusión: no es que él no tuviera amigos, no es que otros no quisieran ser sus amigos. Él, simplemente, no era amigo. No buscaba amistad.
Él se cambió a otro curso dentro del liceo al año siguiente. No hemos hablado nunca, a pesar de que nos volvimos a encontrar después en la universidad: él también había entrado a estudiar ingeniería. No le interesaba la computación, como a mí, sino las matemáticas. Por eso solo coincidimos en los pasillos durante los cambios de sala. No nos saludamos. Quizás no me reconoció, ¿por qué habría de hacerlo? Yo era uno más de los otros. Mi rostro no era importante para él, era otra de las sombras que a veces se burlaba, y de quien a veces se burlaban también.
¿Por qué lo recuerdo tanto, entonces? Así como él era fan del fútbol y los números, yo lo era (lo sigo siendo), de las historias. Por eso no olvidé su grito. Sin embargo, no imaginé que una anécdota escolar se transformaría en algo más.
Desde que recibí mi diagnóstico he reinterpretado esta historia. Hoy, es evidente para mí que Sebastián es neurodivergente. Señales típicas como el foco en intereses especiales (quizás el fútbol no era un interés tan especial, pero el Islam sí, sobretodo en Chile en esa época), el tener una manera distinta de (no) relacionarse con las demás personas, el no buscar relaciones con las demás personas y centrarse en la relación con une misme. Ahora, al pensar en él y en su grito, creo que puedo entender un aspecto de mi vida que no quería comprender. Para ser sincero, aún no lo comprendo.
Me atrevo a decir que entiendo el amor. Sé amar y soy amado. Junto a mi esposa llevamos 19 años juntes. Si tuviera que caracterizar las últimas dos décadas de mi vida, en los 20 conocí el amor y en los 30 lo comprendí. En los 40 espero que sigamos floreciendo con la Pajarito.
Pero aún no entiendo la amistad cercana.
Pongo énfasis en cercana porque tengo amigos y amigas en distintos lugares del mundo, que he conocido en los viajes que hemos realizado. Con esas amistades nos vemos una vez cada tantos años, y no tenemos las expectativas de vernos más seguido. Cuando coincidimos en un lugar, sea por una conferencia académica o por otras circunstancias, nos reunimos y esa frase cliché de sentirnos como si no hubiese pasado tiempo desde la última vez se vuelve realidad. Quizás es justamente esa falta de expectativas en los demás lo que hace que este tipo de amistad funcione para mí.
Con mis amistades en Chile pasa lo contrario: a pesar de tener la oportunidad de verles seguido, siento que cada día pasa más tiempo entre nosotres, que se agranda la distancia que nos separa. A veces les pregunto cómo están por WhatsApp o contesto sus historias, y, en verdad, casi nadie me responde. Tampoco comentan el contenido que publico. Y qué decir de reunirnos físicamente. Este año puedo contar con los dedos de una mano cuántas veces me han pedido juntarnos a tomar un café.
Esto no es un reclamo ni un llamado a que me inviten un café (no me negaría ;) ), sino, una reflexión: no es que ya no tenga amigos, quizás, tal como Sebastián, yo tampoco soy amigo de (casi) nadie.
Me he preguntado si alguna vez esas personas fueron amistades o si solo estaba bajo una ilusión donde malinterpreté tener gente conocida. También me he preguntado si realmente manejo los mecanismos sociales para sostener una amistad. Quizás alguien sí me consideró su amigo pero yo no estuve en el momento en que me necesitó, o no dije lo que tenía que decir cuando debí decir algo. He cometido errores también. O, simplemente, las amistades mueren y se separan en las distintas bifurcaciones que toma cada vida.
Eso me gustaría descubrir en esta década. Cuál es mi entramado social, tanto interno como externo. Antes de mi diagnóstico, viví bajo el engaño del enmascaramiento. Pretendía ser una persona común, y, por tanto, pretendía tener amistades. Y sabía mantener viva esa ilusión.
Cumplí 41 y me siento afortunado de compartir un proyecto de vida común con la Pajarito. Soy neurodivergente y puedo sentir y amar. No necesito más que eso, pero no puedo negar que estoy inmerso en un mundo donde lo que yo necesite no es lo único que importa. Los zorzales son monógamos y territoriales, pero aún así se cobijan en pequeñas bandadas durante las noches de invierno.
Por eso prefiero 40+1 en vez de 41. Es un nuevo punto de inicio. Ya llevo un año. Vamos bien.