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Random Access Emotions, o cómo lidiar con la muerte

·15 mins

Alguien leyendo El Gran Gatsby en el Metro de Seúl. Hice esta foto el 2014.

Se dice que las personas autistas no sienten emociones o que no son empáticas. No es así. Una posible explicación, en mi caso, es que las emociones no son de acceso aleatorio, como sí suelen serlo para las personas neurotípicas. Además, no me emociona lo mismo que a otras personas, y no comprendo los códigos sociales de la misma manera. Eso no es un problema en sí mismo, ya que se puede aprender sobre emociones y códigos.

Mi estrategia actual es seguir un libreto que he construido con el tiempo. En general, logro salir airoso de los encuentros sociales. Ahora bien, como en toda obra de teatro, siempre hay eventos inesperados. Y allí no hay más opción que improvisar. La improvisación es algo que requiere entrenamiento, de modo que el acto de improvisar esté debidamente preparado. ¿Qué ironía, no? Es la previsión y la preparación lo que define una improvisación exitosa. Pues bien, la vida se encarga de que esos momentos sucedan y que no sean cosas triviales. Así que es mejor que esas situaciones nos pillen preparados, porque de otra manera no lograremos darnos cuenta de todo lo que sucede alrededor, y menos, de saber cómo ponernos de pie.

La vida me ha entregado momentos reveladores. Una manera de entenderlos, procesarlos y, finalmente, emocionarme con ellos, es la escritura. De hecho, puedo recordar la mayoría de las veces que he llorado en mi vida. Esta historia contiene algunos de esos momentos.


A medio camino en mi investigación, una mañana de verano recibí un correo de mi madre con asunto «URGENTE». Horas después, a través de una pantalla, me dijo:

—Tu padre va a morir. Debes volver.


El regreso no fue inmediato. Con la Pajarito debíamos darle cierre a la vida que llevábamos en Barcelona: había acuerdos que alcanzar con el laboratorio, muebles que vender, amistades que saldar. Con mi advisor Cid acordamos que en diciembre podría volver a Chile y terminar el año restante de tesis de manera remota.

Entre tanto, hablé todos los días con mis padres a través de videollamadas en Skype. Conversaciones donde fingíamos que los exámenes eran rutinarios y nos centrábamos en temas superficiales. No comentábamos las fotos que mi mamá me enviaba de las manchas que él tenía en sus piernas y brazos. Él no supo, o no quiso saber, que yo las había visto.

A veces me hacían preguntas difíciles, como «¿qué haces en tu tesis?». Yo, al igual que varios de mis compañeres, no entendía del todo lo que hacía, y por tanto, menos podía explicarlo. Aun así, en una ocasión les conté sobre uno de mis experimentos. Quería lograr que personas con ideas políticas opuestas pudieran conversar en Twitter a partir de sus gustos comunes.

—La técnica se llama «temas intermediarios». Por ejemplo, Tata, podrías ver un partido de fútbol con un comunista que también fuese de la U.

—Nunca veré un partido con un comunista —respondió con su voz áspera, desgastada por el tumor que había tenido en la garganta años atrás.

Me limité a escuchar su opinión. Una vez que terminó, reí. A veces imitaba su manera de decir las cosas, de enojarse por cosas pequeñas como la luz del semáforo. Eso lo irritaba todavía más. A pesar de ser un cascarrabias de esos que les gritan a la televisión, yo lo quería. Nos gustaba comer helados, de castaña (él) y de lúcuma (yo), ver programas de Anthony Bourdain recorriendo Chile. Comer era nuestro tema intermediario, nos gustaba recordar cuando íbamos a El Rápido, en Bandera.

Al terminar el teatro de las llamadas solía llorar en los brazos de la Pajarito, sin máscara alguna.


Su salud empeoró tras nuestro regreso. Como yo tenía la agenda más flexible de la familia, pasé mucho tiempo con él. Llevaba mi notebook para trabajar en su habitación. Preparaba un artículo para una conferencia con los resultados de mi experimento y una presentación de mi tesis que expondría en Corea. Él se divertía contándome historias sobre el colegio que dirigía. Le gustaba escuchar las que conocía a través de la Pajarito, que comenzó a trabajar ahí como psicóloga educacional. Otras veces, la habitación se convertía en una oficina donde él planificaba horarios en cuadernillos y conversaba por teléfono con el equipo de gestión.

Lo veía lleno de vitalidad y me sentía seguro de que todo saldría bien. Si él sentía miedo, no lo demostraba. Yo tampoco, aunque no soportaba ver a las enfermeras pincharle las piernas una y otra vez buscando la última vena que resistiera una extracción más. Me escapaba a la Avenida Independencia, tomaba la primera micro que se dirigiera al centro. Me bajaba en Merced y pasaba a jugar un par de fichas en los Diana. Allí no lloraba. Quería hacerlo, pero no podía. Sí podía ganarle en Street Fighter cuantas veces quisiera a quienes iban a buscar pelea a ese lugar.

Un día surgió una esperanza. Su oncólogo encontró células madre congeladas provenientes del auto-trasplante de médula que se había hecho años antes. Estaban en el banco de sangre de la Universidad de Chile. No sabíamos que existían (el médico tampoco), pero estaban intactas, listas para regresar al cuerpo del que provenían. No eran una cura, más bien le otorgarían un tiempo extra, un rewind en su sistema inmulógico. Solo había que esperar que su estado le permitiese recibir el trasplante y tres cheques a precio contado. El ánimo de todes mejoró; el mío, lo suficiente para viajar a Corea con entusiasmo.


Recorrí las calles de Seúl pensando en todas las cosas que podría contarle a mi padre, como lo colorido de las calles, la fanfarria que sonaba en el metro cada vez que llegaba un tren, el respeto a la gente mayor y el machismo que se veía en la calle, distinto al chileno, pero no menos pronunciado. Hacía fotos espontáneas con mi teléfono y, como no tenía roaming, se las enviaba desde alguna WiFi abierta.

La conferencia se llevó a cabo en Gangnam, un distrito de rascacielos excesivos. Arrendé un departamento pequeño, rodeado de bares, cafeterías, gimnasios y barberías. Cada local tenía parlantes hacia la calle que reproducían k-pop a todo volumen, sin parar. El día anterior a mi presentación me junté con una amiga coreana que conocí en Barcelona. Fuimos a un local de parrilladas. Nos entregaron la carne marinada en salsa agridulce, nos pasaron tijeras y hojas de lechuga. La carne se preparaba en una parrilla entre nosotros y, una vez lista, se envolvía con la lechuga en la mano. Mientras brindábamos con soju, me contó que había abandonado su doctorado, que se sentía mejor trabajando en una startup, sin el estrés de la incertidumbre ni las expectativas. Yo le conté que no sabía qué haría una vez que terminara mi tesis, aunque esa no era mi preocupación en ese momento.

Después caminé (entonado) pensando en qué le contaría a mi padre sobre esta experiencia de Korean BBQ. Era medianoche. Todavía había oficinas con las luces prendidas, coreanos trabajando sin parar, tiendas de conveniencia abiertas las veinticuatro horas con bolas de arroz y bebidas saborizadas, y adolescentes pateando latas de cerveza.

Al llegar al departamento tenía decenas de mensajes de la Pajarito. Me contaba, con palabras cada vez más tristes, que mi padre había tenido un ataque. Su vesícula había reventado, llenando su sangre de células muertas e infectadas. Pasó una noche entera retorciéndose y gimiendo, entre exámenes de urgencia y enfermeros de turno que le decían que exageraba para así evitar inyectarle morfina.

—Lo operarán tan pronto como sea posible. Ve a dormir y conéctate cuando despiertes. Trataré de que puedas hablar con tu papá. Te amo —escribió.

No pude dormir. Estaba en un departamento que no era mío, doce horas en el futuro. Y, tal como hacíamos en Barcelona casi todos los días, comencé a escuchar a Cerati, a quien le robaba sus letras para usarlas como pensamientos:

Y cuando te busco
no hay sitio en donde no estés

Pensándolo bien
sé que siempre supe el desenlace

Un compás de luz el faro dibujó en el mar
con un beso azul
la espuma se convierte en sal.

Hoy sé que el resultado es obvio una vez que se conoce la respuesta.

Al amanecer la Pajarito me envió otro mensaje: mi padre estaba a punto de entrar al pabellón. Era mi última oportunidad. Me conecté a Skype y lo llamé. Imaginé la situación: ella, con su ternura, sosteniendo el teléfono junto a él, recostado mirando a mi madre, diciéndole con su optimismo insensato que todo saldría bien, que él era fuerte, que creyéramos en Dios.

—Ya se conectó Eduardo —dijo la Pajarito—. Está en el teléfono.

—Hijo…

Hijo, hijo, hijo. Parecía un eco. Yo le respondí, pero él insistía en decir lo mismo. ¿No me escuchaba? ¿La conexión era mala? Quizás los nervios impedían que oyera. Quizás no grité todo lo que pude gritar. Quizás él pensó lo mismo y por eso se resignó a decirme lo siguiente:

—Hijo, te quiero mucho.

Su voz serena borró todo el miedo.

—Te amo —volvió a decirme la Pajarito, y colgó.

Pensé en el dolor que torturó a mi padre toda la noche anterior. No logré imaginarlo.

Fue la primera vez que di una charla sin nervios en una conferencia.


El trayecto fue largo: Seúl -> Estambul (muchas horas de viaje) -> Madrid (muchas horas de espera caminando sin parar por el aeropuerto para distraerme) -> Santiago (tuve suerte de estar en una fila con tres asientos libres, pude dormir).

Reconocí a la Pajarito y a mi madre detrás del mar de taxistas con letreros en la sección de llegadas del aeropuerto. Abracé primero a la Pajarito, hundí mi rostro en su cuello. A través de las hebras de su pelo vi el rostro de mi madre como en un espejo roto, a quien abracé después. Me dijo que él ya no sufría. Estaba en un coma inducido del cual no volvería a despertar.

Yo quería ducharme. Si me iba a enfrentar con la muerte (su muerte), quería hacerlo limpio. O quizás simplemente no me atrevía a verlo en ese estado donde lo poco que quedaba de vida era artificial.

El último piso de la clínica estaba reservado para quienes morirían tarde o temprano. Allí estaba su cuerpo inerte, con un respirador mecánico, en una pose que era acomodada cada cuatro horas por un kinesiólogo. Una enfermera me explicó que la máquina solamente apoyaba, era el cuerpo el que seguía respirando. Los registros vitales que mostraba el monitor Holter eran reales.

Mientras esperé la conexión en Madrid, le pedí a la Pajarito que le leyera algo. Era la mitad de lo que sentía, la mitad de lo que podía expresar, porque no lo tenía frente a mí. Allí, también, le envié un mensaje por WhatsApp a un médico que conocía, preguntándole si estando en coma se podía soñar. Si cuando yo le hablara, él estaría como Jim Carrey en Eternal Sunshine of the Spotless Mind, en un mundo destrozándose mientras buscaba sus recuerdos y escuchaba voces del exterior. La respuesta fue negativa.

Apenas logré evocar la otra mitad de lo que sentía. La línea del pulso de mi padre mantuvo su ritmo en todo momento, una curva suave inmutable ante mi llanto.

Al día siguiente recibimos una llamada diciendo que había llegado el momento. Fuimos a verlo y esa curva se aplanó frente a mí. Su mano reaccionaba ante la respiración, y en un instante tan imperceptible como el aletear de colibrí, esta dejó de moverse, de tiritar, de albergar flujos sanguíneos.

Mi padre había muerto.


—Soñé con Padilla –contó mi madre cuando íbamos en auto hacia el cementerio.

Mi padre consideraba que ese profesor de gastronomía era su enemigo en el colegio. Ambos eran admiradores del ejército, y Padilla tenía actitud marcial. Sus estudiantes lo respetaban y querían. Tenía problemas con los sostenedores, ya que los acusaba de quedarse con la subvención y no invertir en la infraestructura de las cocinas necesarias para la formación gastronómica.

Según mi madre, Padilla una vez dijo: «¡Es inaceptable que preparemos comida en cocinas oxidadas! Mis estudiantes no merecen estas condiciones indignas. Lo único nuevo son los cuchillos. Y es porque cada estudiante debe tener los suyos». Ese era un problema que sufría el colegio antes de la llegada de mi padre como director. Quizás, aprovechando su llegada en el nuevo cargo, Padilla comenzó a organizar un motín entre los alumnos para tomarlo y hacer un escándalo.

—Cuando tu padre se enteró, fue a hablar con los sostenedores para que aumentaran el presupuesto. Dijeron que no lo harían, que la ley no los obligaba.

Pero el Tata no le dijo eso a Padilla. Silenciosamente, él financió por su cuenta las mejoras en la cocina. Eso solucionó el problema de manera momentánea. Cuando Padilla supo que el dinero salió del bolsillo del director, le recriminó que no le correspondía resolver el problema de esa manera, y le dijo que buscaría instancias para que los sostenedores dejaran de usar argucias legales para quedarse con el dinero que el estado proveía para el alumnado.

El Tata era leal a los sostenedores y sabía que en términos de plata era imposible que cedieran. Ya le había pasado la primera vez que tuvo cáncer, cuando les rogó que conservaran la parte de su sueldo que no era imponible, porque se perdería con la licencia médica. A pesar de la negativa su lealtad no se quebrantó. Jamás entenderé su actitud, pero sí comprendo su motivación. Y es que Padilla y él tenían visiones opuestas, pero su tema intermediario era el bienestar de sus estudiantes.

La sombra de Padilla y sus motines siempre estuvo presente en la gestión de mi padre. Su enfermedad lo interrumpió todo. Y ese día, camino al funeral, Padilla también iba detrás de nosotros, en su pick-up enorme, con tantos rametes en la parte trasera que algunas flores caían en el camino. Detrás de él, un bus llevaba a los estudiantes que, con su traje más elegante de restaurador, habían hecho guardia al féretro de mi padre durante la misa.

Ya con el féretro en su última etapa, una maestra de ceremonias expresó frases aprendidas de memoria que resultaban emotivas para las demás personas, aunque para mí eran solo palabras vacías. Yo permanecía como la persona fuerte en esa situación, el hijo que mantenía la compostura y se aseguraba de que las cosas funcionaran, incluyendo reproducir la música que él habría elegido para esa ocasión: la banda sonora de Gladiator. El momento en que estallé en llanto fue cuando presioné Play en mi celular y el féretro comenzó a descender.

Después comenzaron los pésames. Se me acercaron adultos mayores que yo a estrecharme la mano y darme las gracias.

—Él fue mi profesor jefe en cuarto medio, y me salvó la vida –dijo uno de ellos.

Mi experiencia durante el doctorado me permitió comprender lo importante que era guiar a alguien, y esa tarde, mi padre me enseñó, indirectamente, que si se guía bien a alguien, le puedes, incluso, salvar la vida. Parecía que su legado estaba en las manos de alguien tan distinto, tan opuesto: su propio hijo. Comprendí que él tampoco fue un hombre de emociones, y que además de los temas intermediarios, teníamos la misma misión.


Meses después mi experimento fue aceptado en la conferencia. Volví a llorar porque ese tiempo que ocupé trabajando en vez de atender a mi padre no se había perdido. Pensándolo bien, sé que siempre supe el desenlace. Recordé una tarde con él en la clínica junto a la Pajarito, con una teleserie brasileña en el fondo, contándole de los resultados que estaba obteniendo. Recordé otra tarde con él en la clínica junto a mi madre, con un matinal en el fondo, mostrándole los resultados en mi PC, explicándole los gráficos, diciéndole que sí, quizás sí vería un partido con un comunista, porque ya había visto películas conmigo, un izquierdista que no se sabía de dónde había salido. Recordé otra tarde con él en la clínica, solo los dos viendo películas de acción en un DVD.

No era la primera vez que recordaba esas escenas. Cada vez que lo hacía perdían fidelidad como si fuesen un VHS pirateado una y otra vez. Creí que la memoria funcionaba como una biblioteca indexada por Google, donde se hace una consulta y se obtienen resultados ordenados por importancia. Pero más bien tenía una memoria RAM, donde se almacena todo lo que sucede en el momento, y solo algunas cosas se almacenan en el disco. ¿Cómo saber qué se guardó y qué no? No sé cuál de los recuerdos en la habitación (ni si lo que he relatado en todo este texto) es ficción.

Memoria RAM. Ilustración por Sebastián Franchini.

Hay dos fotos en mi computador que catalizan imágenes que, estoy seguro, son recuerdos. La primera es la última foto que tenemos juntos: fue mi cumpleaños pocos días después de regresar a Chile. No recuerdo la noche específica con la foto, sino cumpleaños familiares anteriores, el tata y yo andando en auto por Irarrázabal después de ir a buscar una torta de lúcuma al Teatro California. Siempre la misma, con un corazón de chocolate. Hoy, como si el sabor fuese un puente, cada vez que pruebo la lúcuma siento que él está cerca comiendo castañas. Así, puedo concluir que es una imagen real.

La otra me hace recordar el eco de su voz en esa última llamada. Viajé a Corea con la esperanza del trasplante, tanto así que dejé de entender nuestros diálogos como una potencial última conversación. La foto muestra gente entrando a un tren: al centro, un chico leía El Gran Gatsby en Hangul. Quise mostrarle lo complejo de la red de metro en comparación con la nuestra, en un mapa que se asomaba tímidamente por arriba. Él respondió a los pocos minutos, deseándome éxito en la presentación. En ese momento nadie imaginaba que la leucemia avanzaba microscópica e indetectable. La foto no tiene encuadre, está desenfocada y le falta colorido, como un sueño inventado.