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Autista tesista: ¿por qué terminar un doctorado?

Boceto de Las Meninas de Picasso. Fuente: Museu Picasso.

Mi segundo año en el doctorado en Barcelona (el 2012) estuvo lleno de contradicciones. Me sentí atrapado, en parte por mi inseguridad, en parte por mi ceguera. Lo resumo en tres partes: primero, cuando dudé si debía seguir en el doctorado; segundo, cuando nos fuimos a San Francisco para responder esa duda; tercero, y final, cuando volvimos a Barcelona, ya sabiendo que debía continuar en el camino. Este proceso terminó bien, porque ya no solo sabía por qué hacía un doctorado, sino también por qué debía terminarlo.

Hoy, al saber que soy autista y ver mi pasado con nuevos ojos, comprendo que tuve suerte. Hoy reafirmo lo que era (es) más importante para mí: amar y cuidar a mi esposa, la Pajarito. Eso no me lo enseñó el doctorado, me lo enseñó el amor mismo. Sin embargo, para hacerlo bien, necesitaba terminar de estudiar.

En el proceso también aprendí cuál era la forma de ser docente que creo es mejor para les estudiantes: creer en las personas más que en sus resultados. Si crees en ellas, los resultados llegarán en el momento en que deban hacerlo. Así, a continuación describo los hechos, las comparaciones y las situaciones que me llevaron a esa conclusión. Lo que sigue es un texto que se ha escrito durante años, quizás con la esperanza de entender qué era lo que sentía. Quiero compartirlo para quienes pudieron sentirse igual sepan que es posible cambiar, y también para que quienes estén en un entrampado similar sepan que pueden salir.


Las dudas (Barcelona) #

Lo personal: Era feliz con la Pajarito y teníamos buenas amistades. Disfrutamos Barcelona y con el pasar del tiempo dejábamos de sentir la lejanía de nuestro país. Como en Chile, teníamos un mundo común en nuestro matrimonio, pero también esferas únicas de amistad para cada uno. En lo académico, estaba en una situación privilegiada: pertenecía a uno de los laboratorios más importantes en computación, con personas provenientes de todos los continentes e investigación de impacto a nivel mundial. Siempre había temas por descubrir, tanto académicos como fuera del laboratorio.

Lo académico: Pero incluso dentro de ese ambiente fructífero no lograba avanzar. Me preguntaba si hacer el doctorado había sido la decisión correcta. La razón de comenzarlo fue clara en todo momento, pero no podía encontrar una razón para continuarlo. Terminó siendo una aventura riesgosa, como cruzar un puente de cuerdas sobre un barranco y paralizarse a medio camino al ver los roqueríos por debajo. Al comparar mi inglés, mis ideas, mis publicaciones y mi potencial con los demás, siempre salía mal parado. Mis cálculos tampoco eran optimistas: era el mayor de mi generación, y si existía alguna tasa de contribuciones a la ciencia por año de vida, ya no llegaba a tiempo para destacar en ninguna carrera. En contraste, en el laboratorio había investigadores más jóvenes que yo, con más logros y más futuro. Me sentía frustrado y sin esperanza. En ocasiones también me sentía invisible porque nadie reparaba en mi situación. El trabajo del tesista es, a fin de cuentas, individual. Además, dentro del laboratorio era una rara avis, porque mi tema de investigación era de una disciplina distinta a la de los demás.

Vidas Extranjeras: Barcelona es una ciudad cosmopolita, pero unas personas son más cosmopolitas que otras. Me sentía excluido por considerarme más extranjero que los demás, en tanto si bien había diversidad de países, muchas personas tenían una identidad compartida, porque eran de Europa, o bien, a pesar de ser de países no europeos, tenían la posibilidad de viajar a donde quisieran, porque ir a cualquier lugar era más barato que volar a Chile. Para peor, los trámites migratorios eran complicados, porque la policía trataba distinto a un expatriado que a un inmigrante, como nos llamaban a los sudamericanos. En realidad, nosotros también elegíamos llamarnos así.

Vidas Locales: Estábamos al tanto del movimiento independentista catalán, pero no lo comprendíamos. Tampoco veíamos las distintas injusticias sociales, quizás porque nuestro punto de referencia era nuestro país, donde todo parecía peor a lo lejos. En cambio, teníamos un interés genuino en saber lo que sucedía en Chile. Nos impactó el asesinato de Daniel Zamudio, cuya repercusión llegó hasta nuestra nueva ciudad. Me acongojó saber que uno de sus asesinos, aquel que imitaba a Michael Jackson, había compartido espacio conmigo: él también visitaba los Entretenimientos Diana del Paseo Ahumada de Santiago. Yo iba a jugar Street Fighter, él iba por los videojuegos de baile. Me pregunté si, quizás, por la popularidad de “Los Diana”, alguna vez el joven Zamudio también anduvo por allí, coincidiendo conmigo, o coincidiendo con quien lo golpearía brutalmente en un parque años más tarde.

Cid, con quien pensaba trabajar: Llegué al doctorado gracias a Cid, un científico de renombre en Chile, lo conocí cuando estudié en la Universidad de Chile, a través de los cursos de algoritmia que tomé con él. Luego se mudó a Barcelona con la creación del laboratorio. Cid viajaba constantemente, tanto que en Chile se bromeaba que él pasaba más tiempo en aviones que en tierra firme. A veces lo imaginaba como un ingeniero que viviese en barcos flotantes, como Cid Pollendina de Final Fantasy IV. Ambos se asemejan a esos enormes osos barbudos amables de los cuentos de fantasía. Y, tal como en Final Fantasy el personaje de Cid es un guía científico, él era mi guía doctoral. La palabra en inglés para el rol de guía es advisor, que me gusta más porque un guía acompaña durante el camino, mientras que un advisor aparece cual gato de Chesire, da un consejo y luego se desvanece dejando una sonrisa ambigua que tarda en desaparecer.

Rafael, con quien trabajé: Rafael era mi co-advisor. Era social también, en un momento organizó un potluck (en Chile se diría un malón) en el que nos abrió las puertas de su casa. Fue una linda bienvenida al lab, que contrastó con su recepción de mis resultados académicos. Ante cada nuevo resultado, yo solía recibir tres tipos de respuesta. La primera: “no está bien”. La segunda: “debes hacerlo distinto”, aunque no me decía cómo, a pesar de que se lo preguntaba. Asumí que debía descubrirlo. La tercera: “tienes que colaborar más con otras personas, no colaboras con nadie del laboratorio”. Mi timidez y el hecho de que mi tema de investigación no estuviese dentro de las líneas principales del lugar no me ayudaban a acercarme a otros investigadores. La colaboración con otres tesistas no contaba para esos efectos.

Logros de los demás: Mi principal punto de comparación eran mis compañeros de generación. Giuseppe, mi mejor amigo, y otros compañeros ya habían publicado uno o dos full papers en su primer año. A causa de eso habían visitado India, Japón, Estados Unidos, y otros países que yo también quería conocer. Pero incluso en mi propio tema, la visualización de información, sentía que los demás lograban más cosas. En el problema de visualizar series temporales, es decir, datos donde para cada fecha hay uno o más números, Giuseppe propuso utilizar espirales de Arquímedes. En sí misma, la idea de usar espirales no es nueva, pero él hizo un diseño que mezclaba una espiral con un gráfico tradicional en una especie de metáfora visual inspirada en los cassettes. ¡En un tema que no era el suyo se le ocurrió algo novedoso para el mío!

¿Logros propios?: Tomé la idea de Giuseppe y la desarrollé. El resultado fue un short paper que escribí junto a Rafael que fue aceptado en una conferencia en Lisboa. Era un buen evento para presentar el trabajo, sin embargo, no era de las que le importaban al laboratorio; no importaba, porque me emocioné de todos modos. Era mi primera conferencia internacional, aunque en términos académicos fue decepcionante, porque fui la última presentación. Ya se había ido mucha gente y quienes quedaban ya estaban cansados. Nadie le prestó atención a mi trabajo. Sí hice amigos y probé las delicias de la ciudad, como un pan con pescado frito que me recordaba al churrasco marino que venden en Tongoy y que me ha gustado desde niño.

Moverse: Un tema de conversación común entre los doctorandos de la conferencia era hacer una pasantía, moverse a un lugar diferente por un tiempo entre tres y seis meses. Varias personas me preguntaron cómo hacer una pasantía en el laboratorio. Era un lugar admirado por todos. Hasta ese momento yo desconocía el atractivo del lugar donde estudiaba. Eso acentuó todavía más mi inseguridad, pues sentí que no estaba valorando ni sacando provecho de mi situación.

Permanecer: Al regresar a Barcelona tuve una sensación nueva: cuando el avión estaba sobre la ciudad y vi la Sagrada Familia desde lo alto me conmoví por estar de vuelta en casa. La Pajarito confirmó esa emoción al sorprenderme en el aeropuerto. En el tren a nuestro departamento pensaba en lo felices que éramos, teníamos todo lo que necesitábamos, por tanto, una pasantía no parecía necesaria. Ahora bien, la voz de Rafael diciendo “tienes que colaborar con otras personas, no colaboras con nadie” resonaba sin parar en mi cabeza, y con el paso de los meses vi que Giuseppe y otros compañeros obtuvieron pasantías en Google, en Twitter, en la Universidad de Cambridge, en Catar y otros lugares. Me pregunté entonces: ¿debía permanecer en Barcelona?

La respuesta no surgió por iniciativa propia sino por una casualidad. En Twitter un amigo me contactó con una startup en San Francisco. La empresa buscaba a alguien que tuviera tres habilidades: programación, visualización y conocimiento de videojuegos. Querían una persona a tiempo completo, pero dado el cruce inusual de sus necesidades, aceptaron que hiciera una pasantía. Parecía una buena oportunidad: el sueldo mensual era el triple de mi beca y nos pagaban los pasajes.

Decidimos que pondría en pausa el doctorado y evaluaría si lo continuaría durante la pasantía. Viajamos en el verano, después de que la Pajarito terminó sus clases. Tres meses parecían suficientes para probar un camino distinto y despejar mis dudas sobre el doctorado, de dar un paso al lado y entender mi relación con Rafael, con la investigación, con mis ambiciones académicas, con el laboratorio, y seguir descubriendo mundos nuevos con la Pajarito. Parecía una buena idea.

La ida (San Francisco) #

Tenía claro por qué había comenzado un doctorado. Lo siguiente era descubrir por qué continuarlo, necesité dar un paso al costado para plantearme opciones. Aunque no lograba ver algo positivo al respecto, porque surgían en mi mente preguntas hirientes: ¿desertar, como un traidor? ¿Retirarme, como un cobarde? ¿Fracasar? Esta nueva etapa era una oportunidad para dejar atrás esas preguntas y poder tomar una decisión.

Lo bello: Encontramos un departamento en la calle O’Farrell, cerca de Union Square. El edificio estaba en el barrio Tenderloin, que contiene el distrito cívico y está bien conectado con el resto de la ciudad. Nos subimos a los street cars, visitamos exposiciones de arte, fuimos a restaurantes mexicanos y japoneses. Íbamos a comer pastelitos y tomar café al barrio italiano. Recorrimos el Jardín Japonés del Golden Gate Park. Cerca de Union Square encontramos un lugar llamado South Town Arcade que hacía torneos de Street Fighter, en los que me inscribía sin falta cada fin de semana. Además, Silicon Valley había atraído a varios ex-compañeros de ingeniería en la Universidad de Chile. Me reencontré con uno de ellos, Rodolfo, que vivía en San Francisco con su esposa Pía y su perro Kapo.

Lo triste: El Tenderloin está lleno de hoteles que fueron grandiosos en épocas pasadas, que hoy son pagados por el municipio para alojar a la multitud de personas sin hogar que deambulan durante el día. Les llaman homeless, son gente sin nada, ni siquiera cordura. No pasaron muchos días sin que viéramos homeless inyectándose heroína, haciendo sus necesidades biológicas en la vereda sin consciencia de sí mismes. Con el tiempo uno termina acostumbrándose a su presencia. En San Francisco bastaba cruzar una calle para dejar a los homeless atrás y encontrarse con edificios industriales reconfigurados como lofts, al que llegaban sus habitantes en autos convertibles. Esa situación precaria tan visible me hizo preguntarme si en Chile esa realidad estaba oculta, segregada.

Desertar de la Universidad: Rodolfo dejó la universidad en el tercer año por problemas económicos, a pesar de haber mostrado capacidades e incluso de hacer clases como ayudante. Comenzó a programar videojuegos en 2D, como los clásicos; también programó utilidades para hacer juegos y las publicó en la red de manera libre para que cualquiera las usara. Su código no pasó desapercibido: una gran empresa de juegos para redes sociales lo contactó. Comprobaron que además de ser hábil con el código también sabía relacionarse con otras personas, y lo contrataron. Rodolfo, que en el papel no era ingeniero, era más sabio y eficiente que muchos que sí terminamos la malla curricular. Al escucharlo contar su historia pensé que si años atrás hubiese comparado las líneas de nuestras vidas, nunca habría pensado que volverían a cruzarse. Me habría equivocado porque pensaría que son líneas rectas alejándose en vez de curvas que se amoldan al tiempo y al espacio.

Persistir en la Universidad: A decir verdad, el camino Ingeniería -> Doctorado era el único que concebí por muchos años. Terminé la carrera, no sin crisis intermedias, más bien, gracias a la sutil presión de mi padre, y también, la madurez de comprender el esfuerzo familiar en financiar mis estudios. Sabía que no podía pasar directamente al doctorado, en tanto necesitaba dinero y experiencia. Trabajé algunos años, de manera paralela como ayudante de investigación y como ingeniero. Estos últimos trabajos fueron insatisfactorios: o pagaban poco, o no tenían un buen ambiente ni se trabajaba en algo importante. Duré poco tiempo en cada uno. Ciertamente no sabía buscar trabajo, no tenía redes ni negociaba bien mi sueldo. En la universidad no me enseñaron esos temas, por el contrario, asumí que por ser “de la Chile” el camino estaba asegurado. Comprender que no era así no fue tan grave, porque sabía que llegaría al doctorado en algún momento, aunque no imaginaba el cómo. Me rechazaron varias veces de Becas Chile, sin embargo, estaba convencido de postular hasta lograrlo. Hasta que un día me encontré con Cid en la universidad. Nos tomamos un café, le hablé de mi sinuosa vida laboral, de mi fracaso buscando becas. Me respondió que tenía una beca en un tema que podría interesarme, a sabiendas de que era distinto al que yo buscaba. Acepté porque parecía ser una buena aventura.

Dime de qué te jactas: La startup donde hice la pasantía era un lugar interesante, con un ritmo de trabajo distinto al que conocía desde Chile y Europa. No era más intenso en tiempo, por el contrario, el horario era sagrado y a las cinco de la tarde ya no quedaba nadie en la oficina. La diferencia estaba en la ambición de la empresa, que buscaba ser vendida en un billón de dólares. No había chamullo, no había excusas, no había pituto, porque de otro modo no se lograría ese objetivo. No escatimaban en gastos a la hora de contratar gente, se necesitaban a las mejores personas para cada una de las tareas, de todo tipo: operacionales, técnicas, de gestión, de decoración del lugar de trabajo y más. Aprendí que esa actitud y esa meta eran comunes en Silicon Valley. En esencia, una empresa definía una “receta secreta” (secret sauce) para resolver un problema y luego demostraba por qué esa receta la hacía la mejor del mercado. Como todas buscan lo mismo, además de un sueldo altísimo ofrecen perks, que no son solamente beneficios laborales, como podría ser un seguro de salud, sino comodidades como comida gratis, usualmente internacional (la única buena en EEUU); lugares para jugar, tanto videojuegos como pin-pon o mesas de hielo. Las más grandes ofrecen lavanderías y gimnasio dentro de su campus, incluso llevan artistas a hacer conciertos y shows cada semana. Veía esto como un exceso y hasta una contradicción con lo restrictivos de los horarios. Pero así es Estados Unidos, un país de contrastes revueltos que, sorprendentemente, funciona. En mi caso, si la empresa se vanagloria de trabajar con las mejores personas para cumplir su meta, no podía evitar sentirme validado. Hasta ese momento estaba convencido de que desertar, cambiar de objetivos y asumir el fracaso era algo malo. Pero las startups cambian de rumbo todo el tiempo. Su meta es ser vendidas, si para eso necesitan desechar su secret sauce y buscar otra, lo hacen. Lo que importa es que lo que mantienen ante cada cambio de rumbo: sus equipos, su gente. Esa es la verdadera receta. De hecho, el problema para el que me habían contratado ya no existía dentro de la compañía. Habían cambiado de dirección varias veces, tantas, que ni siquiera recordaban por qué yo llegué a trabajar allí. Sí sabían que podía aportar y eso era lo único que les importaba.

Y te diré qué careces: Un perk era que nos llevaban comida de distintos restaurantes cada día. Así probé varios platos por primera vez, como la sopa vietnamita Pho, hecha con un caldo de carne, limón, cilantro, y fideos de arroz. Era imposible aburrirse… hasta que llegó el turno de México: tacos y otras preparaciones de tortillas. Recuerdo que estábamos en la mesa y nadie empezaba a comer. Noté que me miraban con curiosidad. Cuando pregunté qué sucedía, me respondieron: “Tú vienes de España, debes saber como se comen los tacos, ¿cómo los tomamos con las manos?”. Primero pensé que era una broma, pero no, realmente no entendían que México y España eran dos países distintos a lados opuestos del Océano Atlántico con tradiciones culinarias diferentes. Me costó creer que gente técnicamente capaz fuese tan ignorante.

Team Building: Un día tomamos una pausa del trabajo técnico para trabajar en nuestra relación de grupo, con énfasis entre la interacción entre personas y la formación de equipos. El gerente (o CEO) de la compañía nos separó en grupos formados al azar y nos dio la siguiente misión: construir una torre de transmisión utilizando palitos de maqueta, hilo y cola fría, con un límite de seis minutos. En mi grupo imaginamos un diseño similar a la Torre Eiffel. Cada grupo hizo algo similar, inspirándose en torres famosas. Fue entretenido, porque había personas con las que nunca había interactuado más allá de hello y see you tomorrow, y entre todas exploramos nuestra creatividad. Al cumplirse el plazo, todos los grupos dispusimos nuestras torres en una mesa, en secuencia. El CEO agradeció la participación y entusiasmo, y comenzó a poner a prueba las torres poniéndoles peso o dándoles un pequeño golpe. Una a una comenzaron a caer, incluyendo la nuestra. Quedaron todas en ruinas excepto la última.

Personal Growth: Diseñamos nuestra torre y la construimos, en una secuencia que se repitió en todos los grupos menos uno. El gerente relató que la única que quedó en pie se construyó en tres etapas de dos minutos cada una, verificando en cada etapa que fuese resistente. Después dijo:

—El tiempo nunca alcanzará para una única etapa de construcción perfecta. Por eso es importante iterar. Y la velocidad de la iteración es más importante que la calidad de la iteración.

Al escucharlo, hice un paralelo con el trabajo que había realizado en el doctorado, sin lograr identificar alguna idea o proyecto que fuese el paralelo de la torre que se mantuvo en pie a pesar del rayo que le cayó del cielo, encarnado en las manos del CEO. Las torres destruidas, en cambio, sí se asemejaban a mis ideas y proyectos. Imaginaba una obra, un programa o un texto y solo consideraba que tenía una oportunidad para hacerlo realidad, un intento, que podía ser interminable, podía ser sufrido, podía ser pausado incluso, pero seguía siendo siempre único, atómico. En mi concepción del funcionar de las cosas, no hacerlo así era impuro, indebido. Peligroso. El concepto de iteración no estaba dentro de mí, porque iterar implica aceptar que lo hecho puede fallar. Pensar eso me llevó de vuelta al Museu Picasso en Barcelona, donde se encuentra su estudio de Las Meninas, un proceso iterativo que no entendí cuando lo vi, porque pensé que lo importante era el resultado final. Deseé, entonces, una nueva oportunidad para investigar, para iniciar una nueva iteración. Debía volver al doctorado.

Lo dicho: La última semana del trabajo, dos antes de partir de San Francisco, le presenté el resultado de mi trabajo al CEO. Había aplicando técnicas de visualización a la exploración de datos en el servicio prestado por la startup. Me dijo que era genial, particularmente, awesome, y lo último que me dijo al despedirse fue “lo usaremos”.

Lo hecho: Después descubrí que awesome no significa genial literalmente, sino solo que está bien. Además la empresa nunca utilizó mi proyecto, no porque solo estuviese bien, sino porque antes de que sirviera de algo, la empresa ya había cambiado de dirección.

Lunes a Viernes: Mientras duró mi rutina laboral, la Pajarito me fue a buscar a la oficina en China Basin todos los días. A veces volvíamos a casa caminando, cada día en una ruta distinta, otras, paseábamos o íbamos a comer. Un día visitamos el Museo de Arte Moderno, donde encontramos una exposición de surrealismo que tenía obras de Roberto Matta. Con sus imágenes me di cuenta que extrañaba Chile más de lo que creía. Quise estar frente a “Ojo con desarrolladores” en el Museo Nacional de Bellas Artes y luego ir a tomar algo por Merced como lo hicimos al conocernos en el Metro Universidad Católica.

Sábado y Domingo: Los fines de semana iba a los torneos en South Town Arcade, entusiasmado por volver a sentir la nostalgia de los videojuegos de barrio y la competencia contra otras personas. En España conocí gente que jugaba, pero no había un lugar como ese, que me recordaba los mejores años de los Entretenimientos Diana del Paseo Ahumada.

Lo que asumí: La Pajarito lee y ríe, cuando yo estoy y cuando no. Una de sus citas favoritas es “la vida tiene dos placeres, los placeres de la carne y los placeres de la lectura”. Como ambos (nos) disfrutábamos, asumí que ella era completamente feliz, que siempre lo ha sido.

Lo que ignoré: No me di cuenta de que ella habría sido más feliz conmigo recorriendo la ciudad, siguiendo dando vueltas por los mismos lugares en los que pululábamos durante la semana, esta vez con más luz y con menos prisa, en vez de dejarla en casa leyendo, con la posibilidad de moverse en una ciudad con la que no compartía el idioma, porque ella no hablaba inglés, ni tenía lugares predilectos como yo. Esto fue evidente el último mes, cuando se acabaron los torneos de manera inesperada, ya que cerraron el lugar porque el dueño del local comercial les impuso un alza abrupta en el arriendo. Ella me dijo que estaba feliz por el cierre. Inicialmente lo sentí como un ataque contra mí, pero cuando me dijo el por qué y vi el brillo húmedo de sus ojos, supe que yo hasta ese momento preferí las máquinas, sean de trabajo o de juego, por sobre nuestro vínculo. La Pajarito me veía tan entusiasmado que no me decía nada, y yo, en mi ceguera, comenzaba a perderla. Ella me ama, lo sabía y lo sigo sabiendo, pero ese amor debo nutrirlo y mantenerlo vivo. No como en ese momento.

Un encuentro: Poco antes de volver, ya decidido a retomar la investigación, almorzamos un día con Vanessa, una investigadora que había estado en el laboratorio por varios años, que se había mudado a los Estados Unidos. Le conté sobre mi aventura buscando preguntas y respuestas, que solo me quedaba responder una por el momento: ¿con quién colaborar? No sabía cómo hacerlo porque no veía temas en común con otras personas en el laboratorio. Me recomendó hablar con una investigadora que había llegado hace poco. Su nombre era Rosalie. Era de Algeria y dentro de los temas que trabajaba el suyo era probablemente el más lejano para mí. Vanessa me explicó que buscar los puntos de intersección con otras disciplinas también es investigar.

Una despedida: Nuestra última noche en Estados Unidos nos quedamos en el departamento de Rodolfo y Pía. Jugamos con Kapo, hablamos de planes, de los eternos deseos de volver a Chile que siempre se postergan, de lo que significa ser hijos de profesores, algo que compartía con Pía, de lo ambivalente que es el sentimiento por el paso en la facultad de ingeniería de la Chile, algo que compartía con Rodolfo. Fue una velada tierna y melancólica. Sin embargo, después de comer, recibí una noticia inesperada desde Chile: Catalina, una ex-compañera que Rodolfo también conoció, había fallecido en una clínica luego de días en coma. Su esposo la golpeó hasta dejarla inconsciente. No éramos cercanos, pero de vez en cuando veía en Twitter lo que ella publicaba, y sabía que teníamos algunos gustos en común, como la música de Depeche Mode, y que se veía feliz. Su esposo era ingeniero también.

Esa noche pensé en cómo la cultura machista se percola en nuestros cuerpos y llega a estar dentro de cada uno de nosotros incluso cuando creemos que no es así, que no tenemos un virus de maldad adentro. Recordé el crimen de odio contra Daniel Zamudio, donde fue directo apuntar a los culpables, que provenían de entornos marginales, donde sí, había odio, pero también habían carencias que a veces distraen a la hora de interpretar lo sucedido. Del esposo de Catalina, en cambio, se decía que era un buen vecino que perdió el control. No parecía haber explicación de lo que había sucedido porque parecía una buena persona, porque era ingeniero. Y me pregunté si, quizás, debía cuidar a la Pajarito de mí mismo en el camino que teníamos por delante.

La vuelta (Barcelona) #

De vuelta en nuestra ciudad, el siguiente paso en mi doctorado fue contactar a Rosalie. Descubrí que, en efecto, no teníamos nada en común. No había herramientas, conceptos, ideas que nos unieran, excepto estar físicamente en el mismo laboratorio. Me dijo que eso le emocionaba porque aprendería de mí. Fue la primera vez que alguien me decía eso. No es un “lo usaremos” falso. En la academía alguien creyó en mí solo por ser quien soy.

¿Dónde estaba Giuseppe?: Justo antes de nuestro regreso, Giuseppe partió a su pasantía en Silicon Valley dentro de Google. Encontró un grupo de investigación que trabajaba con música. Estaba feliz y entusiasmado. Yo también.

¿Dónde estaba Rafael?: Rafael fue invitado a una universidad china por seis meses como profesor adjunto. Le escribí, contándole que estaba feliz porque me sentía más fuerte. Le dije que seguí su consejo y encontré a alguien con quien colaborar. Pero su respuesta fue un mensaje de una sola línea: “Puedes colaborar con quien quieras menos con ella”. No entendí a qué se debía esa reacción, me pregunté si acaso tenían una rivalidad personal. Rosalie no había mencionado nada al respecto y ella sabía que Rafael era mi co-advisor. Ella no tenía la obligación de contarme si habían problemas entre ellos, pero en caso de ser relevante pudo negarse a trabajar conmigo, y no lo hizo.

Quienes trabajaban con Rosalie: Pensé en una compañera alemana del doctorado que trabajaba con Rosalie. Era eficiente y centrada, algo que yo asumía era una característica de su origen. Esta vez, con una visión más profunda, noté las interacciones de segundo orden, al descubrir cómo eran sus reuniones con Rosalie, de cómo le daba espacio para crecer y para expandir su desarrollo. Esas posibilidades me fueron desconocidas hasta ese entonces.

Quienes trabajaban con Rafael: Comencé a ver que quienes trabajábamos con Rafael no estábamos bien. Antes me enfocaba solo en lo que deslumbraba, por tanto, solo veía mis sombras, y no mi propia luz. Teniendo eso en cuenta, un día que Cid estaba en el laboratorio fui a hablar con él. Le conté esta historia. Se giró, miró el Mediterráneo y, luego de un minuto de reflexión, me preguntó si quería trabajar con Rosalie como advisor. Respondí que sí, no tuve que pensarlo mucho. “Una última cosa”, me dijo antes de que saliera de la oficina. “¿Quieres que hable con Rafael?” Respondí que era algo que debía hacer yo.

Antes de marcharme aproveché de hacer una pregunta también. Yo veía las características de mis compañeros y compañeras, y como sabía en qué destacaba cada persona era inevitable compararme. Entonces, le pregunté por qué me había ofrecido la beca. Fue una pregunta difícil para mí, porque tenía notas regulares en ingeniería cuando lo conocí, y no destacaba en nada específico. Respondió: “Eres alguien que quiere aprender constantemente y eso es lo que necesitamos en este laboratorio”.

Descubrí, también, que Cid estaba más cerca de lo que creía. Solo tenía que tocar la puerta y entrar. En cambio a Rafael nunca lo alcancé, es más, a él no le importó que yo cambiara de advisor. ¿Por qué habría de importarle? Lo habían ascendido y ahora tenía a cargo equipos en otras ciudades donde estaba la empresa. Él conseguía lo que quería, algo que no está mal en sí mismo, pero sin medir el daño colateral ni preocuparse por las personas que estaban a su alrededor.

Esa noche, mientras se prendían las luces de Santa María del Mar, abracé a la Pajarito en nuestra terraza y le conté lo que había sucedido. Ella me acogió como siempre lo ha hecho, demostrándome que el desafío de soportar todo este proceso conmigo es difícil. Valía la pena porque estábamos juntos. Contemplamos las torres de la iglesia encendidas de verde, y yo pensé que no solo quería seguir aprendiendo en la academia, también quería amar y cuidar lo nuestro durante toda mi vida.

La canción Nature Boy, aquí en una versión de David Bowie y Massive Attack, contiene lo que se ha convertido en mi verdad:

The greatest thing you’ll ever learn
Is just to love and be loved in return